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Luis Scola y el lado menos conocido: su infancia y los inicios en el básquet

Sábado, 24 de Julio de 2021 / Publicado en Selección Mayor Masculina, Entrevistas, Especiales, Selección Mayor, Tokio 2021
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La historia de cómo heredó la pasión por el básquet y las cosas que lo hicieron distinto desde chico. Opinan su padre y el primer DT. Las mejores anécdotas, como cuando rompió un tablero con 11 años...

“El mismo tío que me incentivó a jugar al básquet era chapista, y nos armó un aro para la casa. Yo hice el tablero de madera y lo colgué en una pared que no estaba demasiado firme. Con su madre le insistimos en que no se colgara, pero lo primero que hizo fue saltar, colgarse y romperlo. No sólo se le cayó encima el tablero sino también la pared entera, rompiéndole la cabeza. No tuvieron que hacerle puntos, pero sí se ligó un buen reto. A los dos días, como buen basquetbolista, le colgué el aro de nuevo…”. Mario Scola asegura que todavía puede ver al pequeño Luis haciéndose el fuerte y disimulando el dolor entre ladrillos caídos. Hoy, más de tres décadas después, ese nene que llevaba el básquet en sus venas, desde tan chico, está a horas de hacer historia, siendo el quinto basquetbolista en disputar un Juego Olímpico. Nada menos que a los 41 años. Un hito más en una carrera que, tras 22 años ininterrumpidos en el seleccionado, lo convirtió en una leyenda mundial.

HERENCIA FAMILIAR

Podría decir que nuestro capitán no tuvo mucha opción a la hora de elegir el deporte. A mediados del siglo pasado, José Luis Scola, popularmente llamado Pepe, jugó para Obras Sanitarias, junto a Rubén Menini, uno de los campeones mundiales del 50. Pepe alentó a sus hijos y a su sobrino Mario para anotarse en el club A.F.A.L.P en Palomar. Mario tuvo una interesante trayectoria. Pivote de 2m02 que, entre 1973 y 1988, tuvo pasos destacados por Obras, Ferro, Boca, Vélez y Hacoaj. Incluso fue subcampeón sudamericano (1975) con la Selección argentina juvenil (goleador del equipo con 13,8 puntos) y llegó a la Mayor a fines de los 70 y principios de los 80. Luego cedió el legado deportivo a su hijo. “Por culpa de mi tío, todos los Scola jugamos al básquet y Luis llegó adonde está ahora”, concluye el padre de quien ha sido baluarte esencial de las dos camadas argentinas que impactaron al mundo, la Generación Dorada que logró dos medallas olímpicas (2004 y 2008) y un subcampeonato mundial, y esta nueva que buscará revalidar en Tokio lo conseguido hace dos años en China.

Era 1973 cuando, en una discoteca, Mario y Alicia se conocieron. Comenzaron a salir, se casaron y mudaron juntos a un departamento en Capital. Ambos trabajaban en el sector bancario, y Mario continuaba jugando al básquet mientras que Alicia se destacaba en el judo. Todo parecía estar en su lugar hasta que, con la llegada de sus tres hijos -Silvina, Luis y María Elena-, el cambio hacia un espacio algo más amplio se tornó imprescindible. “Los tres eran iguales, pero él era el más intenso, como todo varón. Vivíamos en Floresta, pero nos mudamos a Martín Coronado, cerca de Ciudad Jardín. Nos fuimos a una casa más grande y con un patio para que puedan jugar. Luis era el centro del ruido en la casa”, revela.

Ya instalados en la localidad del oeste del Gran Buenos Aires, Luis empezó a sentir al básquet literalmente como un estilo de vida debido a que, con tan sólo tres años, acompañaba a su papá tanto a entrenamientos como a partidos. “Yo trabajaba en el banco, había pasado a jugar en Vélez, y volvía a casa recién a la 1 de la mañana, entonces el poco tiempo juntos lo aprovechaba viniendo conmigo. También influyó que mirábamos mucho básquet en casa. En esa época se veía la NBA por videocasetes que conseguía León Najnudel, quien tenía una colección tremenda y nos mandaba copias para ver por VHS”, rememora Mario.

LA ALTURA: VENTAJA EN LA CANCHA, DESVENTAJA EN LA VIDA

Al poco tiempo, el hijo del medio comenzó a dar evidencias de que no sólo heredaría la pasión con la que sus progenitores vivían el deporte, sino también su altura sobresaliente. Acostumbrarse a los centímetros no sería tarea fácil, incluso traería más de un susto a la familia: “Era muy grande y le costaba la movilidad. Una vez que se adaptaba a su tamaño, volvía a crecer. Tuvo bastantes accidentes, la verdad no sé cómo llegó a los 41, es un milagro… Trataba de saltar desde cualquier lado a tocar el techo y se pegó unos cuántos porrazos por eso. Una vez saltó, tocó un cable pelado y casi quedó electrocutado, menos mal que saltaron las térmicas de la casa”, relata Mario, entre risas.

El tema de la talla (a los 7 años ya medía 1m68) sería una cuestión socialmente compleja en la pre-adolescencia de Luis pero, como comenta el padre, a su alrededor encontraría la experiencia y el apoyo necesarios: “Para nosotros era algo natural. Mi esposa y yo lo habíamos sufrido, y mi hija mayor también es bastante alta, entonces era algo hablado y les aconsejamos no hacerse tanto problema. Pero el deporte fue fundamental, porque es un ambiente donde ser alto es una ventaja. Cuando mi hija empezó a jugar al vóley y Luis al básquet, el problema pasó a ser no conseguirles ropa o zapatillas, pero no la burla. Además, Luis siempre tuvo mucha personalidad y eso lo ayudó”.

Precisamente, la cancha se convertiría en el hábitat ideal de Luis. En el club Ciudad, y de la mano de un profesor que lo apañó desde el principio, daría sus primeros pasos en el juego que amó para siempre. “Luisito llegó con 7 años a la Premini B, la categoría más chica. Lo dirigí en toda su etapa de minibásquet hasta preinfantiles, cuando con 13 decidió pasar a Ferro, lo cual todos esperábamos que suceda porque nuestro club es de formación. Entrenábamos tres veces por semana al aire libre en el playón. Él venía desde Martín Coronado, generalmente lo traía Alicia, y no faltaba nunca. Su constancia era también la de sus padres”, enfatiza Adrián Amasino, que a la edad de 54 continúa ejerciendo su vocación de entrenador en la humilde institución a la que llegó en 1984.

VIRTUDES DISTINTAS DESDE CHICO

Como la mayoría de formadores en nuestro país, Adrián debe rebuscársela con un segundo trabajo, en su caso como secretario de un colegio. Pero el amor que siente por su club y por cada uno de los pibes que por allí pasaron y pasarán, jamás tendrá comparación. Y especialmente al hablar de su alumno Luis, una sonrisa se le dibuja detrás de cada palabra. “En el deporte nunca le costó adaptarse, ahí se sentía en su salsa. En la cancha, su altura era una comodidad enorme para él y sus compañeros. Era una garantía, era muy maduro y resolvía situaciones que otros chicos no podían. Eso sí, si no le salía algo se moría de rabia, se autoexigía mucho para hacer las cosas bien”, cuenta Amasino. Y al mismo tiempo hace foco en las formas que debió adoptar para manejar semejante estatura. “Se iba abajo del aro y no lo podían parar. En su último año de Mini era una máquina, la volcaba para adelante y para atrás. Yo empecé a sacarlo un poco de la zona para tratar de que también juegue de frente, pique mejor la pelota, mueva los pies de maneras diferentes y no se encasille en una sola posición. Tenía una capacidad de entendimiento increíble, así como lo ves ahora pero 30 años más chico”, comenta.

“Nunca le impusimos nada, sólo queríamos que hiciera ejercicio. Empezó jugando al fútbol, pero por el tamaño era obvio que saldría disparado al básquet. Teníamos un tramo largo hasta el club, pero para nosotros era una obligación. Siempre consideramos que pertenecer a un equipo es un compromiso. Así lo veíamos cuando jugábamos, y le inculcamos eso a Luis. Si terminado el año no quería ir más, perfecto, pero no podía hacer las cosas a medias”, resume Mario dando a entender que la personalidad y las convicciones del capitán de la Selección no son ninguna casualidad.

A pesar de su profundo conocimiento del juego, Mario jamás se interpuso en la palabra del profesor de su hijo. De hecho, tanto él como Alicia aportaron más de lo necesario para crear una armoniosa relación con Adrián, y así lo comenta el propio Amasino: “Mario nunca tuvo una palabra en contra. Él tenía experiencia, y Luis también tenía un tío entrenador y otro que había jugado en Selección, Jorge Becerra. Era una familia de básquet. Pero nunca se metieron en mi trabajo y siempre acompañaron. Alicia me ayudó muchas veces a buscar el lugar para el campamento de fin de año. Fueron una familia muy presente y respetuosa”. En sintonía con las palabras del entrenador, Mario añade que “yo trataba de ir a verlo siempre, pero si no me pedía opinión no se la daba. Los chicos tienen que disfrutar, y si les agarra una rabieta poder manejarlo. Como padre tratarás de aconsejarlo, pero no podés discutir con árbitros o profes porque no le hace bien al chico. A esas edades, no querés que tu hijo sea profesional, sino que se divierta”.

ROMPIA TABLEROS Y LOS JUECES LE PEDIAN QUE NO LA VOLCARA

Se dice que, salvando las distancias, ya exhibía a sus 10 años algunos de los movimientos que en un futuro desplegaría en los estadios de la Liga Nacional, la Euroliga y hasta la NBA. Tan sólo pensarlo parece una locura, pero las memorias de Mario y Adrián pueden demostrar que Luis fue un pequeño gran prodigio. “Había movimientos de Luis que no me animo a decir que ahora son idénticos, pero sí hoy utiliza gestos y fundamentos que tenía cuando era Mini. Ya se posteaba como si fuera un pivote de Primera, usando los brazos y el cuerpo, cosas que aprendió de tanto ver básquet”, interpreta su padre. En concordancia, Amasino declara que “ya hacía esos movimientos de piernas que tiene hoy abajo del aro. Si le decías ‘poné un pie acá’, lo ponía ahí, y sin que le dijeras ya sabía dónde poner el otro. Eso también va en criarse en un ambiente de básquet y ver jugar mucho a su papá”, analiza. Hablamos de una época en la que ya Luis empezaría a soñar con llegar a la elite. Como en el Mundial 90 que se hizo en nuestro país. Por ser el sobrino de Becerra, integrante de la comisión organizadora, pudo ser alcanza pelotas y estuvo, cumpliendo ese rol, al lado de la línea de fondo de partidos míticos en el Luna Park, como en la final entre Yugoslavia y la URSS, algo que atestigua una foto emblemática de la Revista El Gráfico (ver GALERIA).

A esa altura, llegaría otro asunto que dejó más de una anécdota en el andar de Scola: las volcadas. “Cuando pasó a Mini, hacer un costa a costa y enterrarla le era natural. Pero, más de una vez, al volcar la pelota también volcaba los aros. Se llevó varios golpes así en los entrenamientos”, ilustra Mario. “En un encuentro en La Pampa rompió el aro y no lo pudieron arreglar, tuvimos que ir a jugar a otro club”, refresca en su cabeza Adrián, quien también hace alusión a ciertos momentos en los que la temprana posibilidad de Luis de depositar el balón con ambas manos trajo aparejado algún inconveniente: “En un partido, volcó tres pelotas seguidas, y uno de los jueces me dijo: ‘Avisale al 4 que no lo haga más porque está cargando’. Le respondí: ‘Ok, le digo, pero es su manera de jugar, no está cargando a nadie’. Pedí un minuto específicamente para eso, pero no me dio bola y cuando vio la chance la enterró. Le cobraron falta técnica y ahí saltó Mario, fue la primera vez que lo vi reaccionar. Y a mí me echaron de la cancha, se armó un lío bárbaro”, relata Amasino.

SIEMPRE UN LIDER Y UN COMPETIDOR NATO

Así como hoy es el guía absoluto de la Selección, haciendo de nexo entre dos generaciones, a una muy corta edad ya mostraba dotes de liderazgo. “Los compañeros se apoyaban mucho en él porque, más allá de ser el grandote, también era el más inteligente y maduro. No tuvo problemas con ninguno, siempre trató de ayudar, y por suerte se formó un grupo muy unido, con él como abanderado”, se explaya su primer entrenador. Por su parte, Mario lo ratifica diciendo que “desde muy chico fue de hablar y dar un paso al frente. Siempre fue cabecilla de grupo, sin proponérselo, sino naturalmente siendo el primero en entrar en calor o en llegar hasta el profe cuando los llamaban”.

De la misma manera en que reconstruye a la perfección la personalidad de su pupilo, Amasino reconoce lo competitivo. “No le gustaba perder para nada. Y el equipo estaba acostumbrado a ganar, entonces cuando alguna vez no pasaba, les decía que no era bueno creer que siempre se ganaría, que las derrotas también ayudan a crecer. Era muy competitivo, en el buen sentido, y en eso también influyó su familia que, aun sabiendo que era un diamante en bruto, lo llevó siempre de manera positiva, motivándolo a hacer lo que se proponga pero nunca en desmedro de sus compañeros. Y él nunca se la creyó, siempre fue muy humilde, algo que también mamó desde la casa”. En referencia a este apartado, Mario repasa que “no era de hacer caprichos. De más grande quizás sí, porque cuando fue a Ferro había otra presión y seriedad. Nunca fue egoísta ni vanidoso, siempre interpretó que si jugaba bien, le servía más al grupo que a sí mismo”.

Casi como un guiño del destino y tal vez comenzando a forjar el sentimiento patrio que tantas veces demostró, se presentaba una hermosa oportunidad para Luis todavía jugando en Minibásquet, la de debutar con los colores albicelestes. “La primera vez que se puso la camiseta de Argentina fue en 1992, a sus 12 años. En esa época, se hacían los ‘Convivios Mundiales’, y en Capital me habían elegido para armar un equipo con el que viajaríamos a Puerto Rico. De Ciudad, escogí a Luis, quien terminó siendo de los más altos del torneo. La experiencia fue buenísima, pero él se lesionó y volvió con un yeso. Yo me quería morir porque lo sentía como mi responsabilidad, pero sus padres me tranquilizaron a la distancia”, narra el coach Adrián.

DE CIUDAD A FERRO, BUSCANDO MAS

Y tras aquella travesía, llegaría la despedida de su querido Ciudad de Buenos Aires, club cuyo gimnasio hoy lleva su nombre. Ferro Carril Oeste, la histórica entidad de Caballito, se convertiría en su nuevo hogar. Por supuesto, la promesa nacional era pretendida por muchos, pero la coherencia y sabiduría de su contexto fueron esenciales. “Era lo más lógico. Yo sabía de jugadores que iban a Europa y quedaban colgados en alguna pensión o iban a USA y jugaban sólo 15 partidos al año. Él quería otra cosa, y necesitaba crecer a nivel personal. Ferro era un lugar cómodo, que estaba en La Liga, no con un equipo fabuloso pero sí con buena gente. Por caso, estaba Carl Amos, un veterano estadounidense que lo ayudó mucho. Era perfecto para sostenerlo hasta que termine el secundario y viaje al exterior ya más maduro”, refiere Mario sobre esa sustancial decisión.

Hablando justamente sobre el estudio, y agregando algunos detalles sobre la vida de su hijo, Mario argumenta que “cuando empezó con los seleccionados se tornó complicado, le daban permiso para viajar y entrenar, pero debía rendir como todos. Por suerte, estudiaba rápido, era inteligente y no tuvo mayores problemas. Tiene sus amigos del cole, que hasta el día de hoy siguen siendo su grupo. Incluso, empezó a salir con mi nuera Pamela cuando iban a la secundaria, están juntos hace muchísimos años. Y nunca fue de salir porque el básquet le consumía todo, a Bariloche no pudo ir, por ejemplo. Seguramente lo habrá sufrido, pero era muy consciente de lo que quería, sabía que para llegar lejos tenía que sacrificar muchas cosas”.

“Luis llegó en 1993 con Horacio Seguí, pero luego vino León, quien me había llevado a mí en los inicios de aquel Ferro al que se sumarían Miguel Cortijo y Luis Oroño, entre otros, y siempre mantuvimos la relación”, revive Mario respecto al equipo multicampeón en los 80. “Siendo preinfantil, Luis ya iba al banco de Juveniles, y en los picados León me decía: ‘Mario, lo tengo que parar porque les gana a los pibes’. Él tenía claro que debía continuar en el extranjero, en un momento empezó a decirme: ‘Ya está, no puede jugar más acá, tiene que ir afuera’. La idea de Luis siempre fui a ir a una universidad de EE.UU., pero a León le parecía mejor Europa. Él lo llevó a Primera, le prestó mucha atención e hizo un trabajo importantísimo con él”.

En febrero de 1996, y en medio de una aguda crisis financiera de Ferro, el ala pivote haría su debut en la Liga Nacional en el Héctor Etchart ante Deportivo Roca. En aquella temporada, los de Caballito evitarían el descenso frente a Estudiantes de Olavarría en una serie de Permanencia en la que Luis no pudo participar por haber sido cedido a un seleccionado juvenil. Pero en la siguiente edición, y con un equipo plagado de jóvenes, volverían a ser animadores alcanzando las semifinales con un Scola que aumentó exponencialmente su aporte jugando 43 partidos. “Era muy explosivo, aparecía con la energía de un muchacho joven, alto y con mucha técnica. Se desarrolló muy rápido, corría, saltaba, volvía locos hasta a jugadores importantes”, recapitula Mario. Para la 97/98, Luis se consolidaría definitivamente, tomando la posta ofensiva del equipo y estableciendo una racha de 20 partidos seguidos convirtiendo en doble dígito.

EL SALTO A EUROPA Y ORGULLO DE QUIENES LO VIERON CRECER

Como el maestro León lo había predicho, la Liga le estaba quedando chica con apenas 17 años, y la ACB se convertiría en su próxima apuesta. De esa manera, con el paso al Tau Cerámica (que lo prestó al Gijón de la segunda división), llegaba un punto y aparte en el proceso formativo del pivote de 2m06. Por supuesto, nunca dejó de crecer, aprender y mejorar, pero aquel paso significaría dejar atrás la comodidad de su nido para aventurarse en un vuelo al exterior. “Su desarrollo fue progresivo, desde muy chico sabía que quería ser profesional. Cuando lo logró, apuntó a la Selección, y cuando llegó ahí, miró hacia la NBA. Siempre tuvo una zanahoria delante por perseguir”, reflexiona Mario. En coincidencia, Amasino plantea que “cumplió todo lo que se propuso, como cuando era chiquito, que se empecinaba en mejorar algo y lo hacía”.


En busca de sintetizar sus pensamientos sobre la leyenda argentina, Amasino razona que “llegar a su edad siendo figura y reconocido por el mundo entero son logros incomparables. No creo que aparezca otro como él. A lo que es Selección Nacional, para mí es el N° 1, porque siempre la tuvo como prioridad, por eso lo llaman el ‘Gran Capitán’. Es un ejemplo para todos”. Para finalizar, Adrián refleja lo que significa para él haber sido una de las primeras influencias en la vida y carrera de Luis: “Es una sensación gigantesca de orgullo. Tuve la suerte de tenerlo cuando todavía nadie lo conocía y ser un granito más en su historia. Uno pensaba que sería un jugador de elite, pero nunca imaginamos que sería lo que es. Lo que hizo en el último Mundial con 39 años me llena de admiración, y ojalá falte mucho para su retiro. Pero sé que nadie lo va retirar, lo va a hacer solo, cuando sienta que ya no puede cumplir con esa gran autoexigencia que tiene desde niño. Siempre que puedo verlo está el mismo cariño, ya que compartimos una época hermosa. Para mí, seguirá siendo Luisito, ese chico que con 7 años agarró la N° 4 del club, el mismo número que usó su padre, y que hoy todavía lo viste con los colores argentinos”.

Desde su perspectiva, Mario asegura ser “un padre inmensamente feliz y orgulloso. Como basquetbolista, me vuelve loco todo lo que hizo él y la Selección en los últimos años. Y me llena de orgullo que sea el capitán porque, con la NBA yo estaba enloquecido, pero el hecho de en el 2007 ser nombrado capitán lo tocó muchísimo. Disfrutó y sigue disfrutando sentirse el líder del equipo”. Por último, emocionado, el padre de Luis, ese que le hizo conocer el olor del parquet cuando era sólo un bebé, confiesa sus deseos para la competición que su hijo está a horas de encarar: “Sólo espero que sea feliz. Dejó a su familia por un buen tiempo para venir a entrenarse, yo estuve con él todos sus días de preparación en Buenos Aires. Sé que si ganan y clasifican, va a estar feliz. Pero también sé que, si no se dan los resultados pero él y el equipo lo hacen bien, también lo estará”.

Mientras la riquísima historia deportiva de Scola parecería estar llegando a su fin, desde Prensa CAB sumamos al testimonio de papá Mario y el profe Adrián para contarle tal vez la parte menos conocida de su trayectoria, los inicios de Luisito, aquel nene que llegó al club Ciudad simplemente para ser feliz, sin tener idea de que su amor por el básquet traería felicidad a todo un país. Pero atentos porque, a pesar del viento, la llama sigue encendida e ilumina como nunca. Este cuento aún no se ha terminado, queda al menos un último capítulo olímpico por escribir y en las próximas horas comenzaremos a disfrutarlo.
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