El Negro cuenta interesantes anécdotas y analiza aquella conquista que el martes cumple 70 años. También se refiere a la injusta prohibición que sufrió su camada, la primera Generación Dorada argentina.
Talentoso, profesional, competitivo, comprometido, lúcido, amable y didáctico. Los valores de una generación entera descansan en sus hombros. En el ámbito local, defendió los colores de Sportivo Buenos Aires, Añasco, Gimnasia y Esgrima de Vélez Sarsfield y el Club Palermo. Internacionalmente, brilló con la camiseta de la Selección y fue proclamado como el primer “gran capitán”. Se coronó campeón y fue parte del quinteto ideal del Mundial 1950. Desde la intimidad de su hogar en Buenos Aires, con 95 años, Ricardo Primitivo González hace alarde de su envidiable memoria para transportarnos en un viaje mental hacia la gloria.
A lo largo de aquel histórico certamen, se vivió una fiebre de básquet nunca antes vista en Buenos Aires.
“Cada día del torneo, el Luna Park estaba completamente lleno, había gente que pagaba cualquier cosa por asistir a los partidos. Era el único estadio cerrado en el que se podía jugar profesionalmente y yo tuve la suerte de jugar muchísimas veces allí, inclusive finales de torneos Argentinos. Pero nunca lo había visto de esa manera”, revive en charla con
Prensa CABB el capitán de aquel estupendo equipo.
A pesar de ser locales, no recuerda haber sufrido presión alguna por ganar el campeonato. Por supuesto, los dirigidos por Canavesi eran conscientes de sus posibilidades, pero tenían claro que los estadounidenses eran los favoritos, a pesar de no llegar con sus mejores jugadores.
“Estados Unidos era evidentemente el mejor equipo de la época, eran mucho más altos que nosotros. Por suerte, siempre tuvimos muy buen desempeño contra ellos. Nos tocaría enfrentarnos en la final, era el partido más difícil, pero lo ganamos bien. Estuvimos siempre adelante y en aquel tiempo conseguir una diferencia de 15 puntos restando tan sólo un cuarto era algo casi decisivo, al no existir tiempo de posesión”, recuerda el Negro.
En la previa del encuentro final, se dio una rareza. Todos los partidos del Mundial se habían jugado con la Superval, la pelota oficial de la Confederación, avalada por FIBA, que era de cuero con tiento. Pero los norteamericanos se negaban a cerrar el campeonato utilizando aquel balón y pidiendo hacerlo con uno de producción estadounidense, de material sintético. El habilidoso escolta de 1m79 se ríe cuando se le consulta.
“Los americanos nunca habían dicho nada, porque acá se jugaba con la pelota oficial. Pero antes de jugar contra nosotros, hicieron hincapié utilizar su pelota porque supuestamente era mejor que la nuestra. Así que jugamos una mitad con cada pelota. Les ganamos las dos (NdeR: 34-24 fue la primera mitad y 30-26 en la segunda)”, aclara.
La final terminó cerca de la medianoche y los protagonistas de la hazaña comenzaron la celebración paseando en colectivo por avenida Corrientes. El espectáculo lo terminó dando la gente que salía de los teatros y de los restaurantes de la zona, la cual homenajeó a los campeones prendiendo fuego los diarios del día, y provocando el acontecimiento conocido como
"La Noche de las Antorchas". Los festejos proseguirían en el famoso restaurante El Tropezón, donde no sólo se daría una sorpresa, sino también el puntapié inicial del futuro genocidio deportivo: la visita del presidente Juan Domingo Perón, figura clave en la conquista de la sede del campeonato y en conseguir las mejores condiciones para la revolucionaria preparación que contamos en la segunda nota de esta saga-homenaje.
“Se festejó mucho en el Luna junto con la gente, y se armó una gran caravana, pero no pudimos ver las antorchas porque nos volvimos directamente a la concentración en River. Más tarde, nos dirigimos al lugar donde siempre cenábamos. Allí se acercó Perón, nos felicitó y nos dijo que habíamos hecho por el país más que 100 embajadores”, recuerda González.
Tras la obtención del Mundial, la relación del plantel con Perón se hizo más estrecha y el Negro lo recuerda con una pintoresca anécdota.
“Nosotros lo conocimos bien en el 51 porque un día nos vino a ver a la concentración para los Panamericanos. Cuando recorrió las instalaciones en Ezeiza, nos preguntó: ‘¿Ustedes están bien aquí?’. ‘No, mi general’, le dijimos entre todos. ‘¿Y dónde les gustaría entrenar?’ A lo que Canavesi le contestó: ‘Vea presidente, hay un colegio en San Fernando donde estaríamos muy bien’. ‘Ni una palabra más’, dijo llamando a uno de sus edecanes. ‘Arregle con ese colegio para que los muchachos vayan a entrenar lo antes posible’. ‘Sí, señor Presidente, mañana estarán en esa escuela’. ‘Me parece que usted no entendió. Dije cuanto antes, y cuanto antes es dentro de una hora’. En dos horas salimos en micro desde Ezeiza hacia San Fernando”, relata González, sonriente. Inmediatamente recuerda a la perfección el momento en que el General le trasladó la promesa que le terminaría costando la prohibición a toda una generación por parte del gobierno militar que llegaría después de Perón:
“Estábamos todos en una mesa y nuestro compañero Raúl Pérez Varela sacó del bolsillo un autito de juguete y lo tiró sobre la mesa empujándolo hacia el presidente. Perón sonrió y al vuelo agarró la metáfora. 'Quédense tranquilos que la Aduana les dará a cada uno un permiso de importación para que traigan el coche que quieran desde los Estados Unidos sin pagar impuesto alguno. Ese es el reconocimiento por el mérito de haber ganado el Mundial’”, rememora González, quien cuenta que eligió un Chrysler, aunque la mayoría de los jugadores terminaron vendiendo aquellos autos.
Aquellos beneficios hizo que la Comisión Investigadora puesta en funcionamiento en el gobierno defacto de General Aramburu sancionara de por vida a los campeones, acusándolos de profesionales en una época en la que el deporte debía aún ser amateur. En pocas palabras, el capitán resume lo injusto de aquella devastadora prohibición:
"Era una fachada. Nuestro único delito fue haber jugado al básquet", opinó. Y más allá del dolor del difícil momento que debió sufrir junto a sus compañeros, González explica cómo pudo dejar en el pasado tan oscuro episodio. “Lo que pasa es que no sólo se metieron con el básquet. Recuerdo que teníamos por ejemplo nadadores espectaculares, había muchos buenos atletas, pero todos tuvimos que dejar de representar a la Argentina. No hay rencores porque fue una cuestión puramente política y nunca lo tomé como algo personal”, explica hoy.
La dedicación de González con la Selección fue total - jugó desde el Sudamericano de 1947 hasta los Panamericanos del 55- y resultó el jugador emblema del mejor equipo argentino del siglo XX. Méritos que le permiten, desde el 2009, ser miembro del Salón de la Fama FIBA, junto a Furlong y Canavesi. Sin embargo, así como su solidaridad lo llevó a colocar siempre las metas colectivas por sobre las suyas, a la hora de hablar prefiere enfocarse en los logros de sus sucesores. Y como una persona que entendió al básquet como una extensión propia de la vida, disfruta del hecho de continuar ligado al deporte de sus amores desde un lugar de privilegio.
“Más allá de nosotros, la Argentina ha seguido teniendo equipos brillantes. No te olvides que también ganamos los Juegos Olímpicos con la Generación Dorada. Pero además hubo un montón de jugadores argentinos que se destacaron en el exterior, por lo que el país siguió consiguiendo buenos resultados. Siempre que se hace alguna reunión nos invitan y así seguí vinculado al básquet. Con la generación de ahora tengo buena relación, cuando juegan acá voy a mirarlos, charlo con ellos. Son chicos muy macanudos”, relata quien mantiene una estrecha relación con los otros tres compañeros campeones del mundo que siguen vivos.
“Uder me sigue con 93, Poletti con 91 y el Negro Bustos, en Córdoba, con 90. Hablo seguido con ellos, quedamos en juntarnos cuando termine todo esto”, cuenta.
Todos los miércoles, hasta la llegada de la pandemia, el Negro y sus amigos del deporte se reunían en su amado Club Palermo en una suerte de ritual de vida. Incluso, durante muchísimo tiempo fue el punto de encuentro de los integrantes de aquella primera Generación Dorada. Cientos de noches de comidas y charlas han pasado por las instalaciones de la prestigiosa institución fundada en 1914. Y allí es momento de reflexión, de un legado que va más allá del título mundial.
“La gloria es haberse portado bien; la gloria es haber amado al básquet y al deporte; la gloria es tener un club como éste, con amigos, esos los que están sentados a la mesa y que te dan la tranquilidad de saber que mientras ellos estén, a mí no me va a faltar nada. Esa es la verdadera gloria, la de la sincera amistad, la que tuvimos con los muchachos de aquella Selección… La otra, la de la fama y la popularidad dura muy poquito, es un suspiro, se esfuma…”, analiza, emocionado, con la misma sabiduría que tenía en la cancha.